Erase una vez un ingeniero cosmogónico que aclaraba las estrellas para poner fin a la
oscuridad. Llegó a la nebulosa de Andrómeda, que todavía estaba llena de nubes negras.
Se puso a darle vueltas y en cuanto la nebulosa se movió, utilizó sus.rayos. Tenía tres
rayos: rojos, violeta e invisibles. Cogió el primer rayo y lo dirigió a un gran globo estelar,
que inmediatamente se convirtió en una gigantesca estrella roja, pero dentro de la
nebulosa no se hizo la luz. Entonces, agarró otra estrella y le introdujo el segundo rayo, el
violeta, hasta que se blanqueó. Luego, le dijo a su discípulo:
- Vigila esa estrella, mientras voy a encender las otras.
El discípulo estuvo esperando mil años y luego otros mil, pero el ingeniero no volvía. Se
aburrió de tanto esperar. Agarró una estrella, la retorció y de blanca se volvió azul. Eso le
gustó y pensó que ya lo sabía todo.
Trató de retorcer otra estrella, pero esta vez se quemó. Rebuscó en la caja que había
dejado el ingeniero cosmogónico, pero no encontró nada en ella, nada de nada. Entonces
observó que ni siquiera tenía fondo. Supuso que allí estaría el rayo invisible; entonces se
le ocurrió meterlo en una estrella, pero no sabía cómo. Agarró la caja y la tiró al fuego. En
ese instante, todas las nubes de Andrómeda se iluminaron como si miles de soles
brillaran de pronto y en toda la nebulosa parecía pleno día. El discípulo se alegró mucho,
pero no duró su regocijo, pues la estrella estalló.
Al ver aquel desastre, el ingeniero cosmogónico acudió volando, y como no quería
perder nada, agarro las llamas y con ellas hizo unos planetas: el primero de gas, el
segundo de carbón y para el tercero solamente le quedaban los metales más pesados, de
los que salió el planeta Actinuria.
El ingeniero cosmogónico, tras abrazar a su creación, reemprendió su vuelo diciendo: -
Regresaré dentro de cien millones de años. Ya veremos lo que sale de todo esto. - Y se
fue en busca de su discípulo, que había escapado lleno de espanto.
En Actinuria, surgió el gran estado de los platinidas. Estos soles eran tan pesados que
sólo por Actinuria podían caminar, puesto que en los demás planetas el suelo se hubiese
hundido bajo sus pies, y cuando gritaban, los - montes se derrumbaban. Sin embargo, en
sus casas no hacían ruido, ni se atrevían a levantar la voz, pues su rey, Argitorio, era el
más cruel de los tiranos.
Argitorio vivía en un palacio labrado en una montaña de platino en el que había
seiscientas salas enormes, en cada una de las cuales descansaba la palma de una de
sus manos. No podía salir del palacio, pero sus espías andaban por todas partes. El rey
Argitorio era muy desconfiado y atormentaba a sus súbditos.
Los platinidas no necesitaban lámparas ni fuego alguno por la noche, puesto que todos
los montes de su planeta eran radiactivos y daban luz más que suficiente. De día, cuando
el sol pegaba fuerte, dormían en el interior de sus montes y solamente por las noches
salían a los valles metálicos. Pero el cruel Argitorio los mandó a todos a trabajar en los
hornos, donde metían bloques de uranio procedentes de todo el país y fundían platino.
Cada platinida debía presentarse en el palacio real, donde tomaban las medidas de su
armadura, compuesta por los guardabrazos, los guantelet, los quijotes, la visera y el
yelmo, todo ello autorreluciente, pues las piezas eran de chapa de uranio, y lo que más
les relucía eran las orejas.
A partir de entonces, los platinidas ya no pudieron reunirse, puesto que si se juntaban
demasiado, el grupo estallaba. De manera que no tuvieron más remedio que vivir en
solitario, saludándose de lejos y siempre con miedo a provocar una reacción en cadena,
mientras que Argitorío se frotaba. las manos al verlos tan tristes y los cargaba con más
impuestos. El tesoro del rey, escondido en el interior de la montaña, estaba compuesto
por monedas de plomo, pues este metal era el que menos abundaba en Actinuria y su
valor era superior al de todos los demás.
Bajo la tiranía de Argitorio los habitantes de Actinuria sufrían mucho. Algunos deseaban
sublevarse contra él y pronto se pusieron de acuerdo para acabar con el cruel monarca;
pero la conjura fracasó por culpa de los menos inteligentes, que siempre se acercaban a
los demás preguntando de qué se trataba, y a causa de su necedad, la conspiración se
descubrió en seguida.
En Actinuria había un joven inventor llamado Pirón, que, entre otras cosas, sabía
fabricar unos hilos de platino tan finos que con ellos se podía tejer una red en la que las
propias nubes quedaban prendidas. Pirón inventó el telégrafo de hilo y luego llegó a
estirarlo tanto, que el hilo dejó de existir y así nació el telégrafo sin hilo. Este invento
entusiasmó a los habitantes de Actinuria, pues pensaron que gracias a él podrían
conspirar sin miedo; pero el astuto Argitorio escuchaba todas las conversaciones gracias
a sus seiscientos receptores de platino., y en cuanto oía la palabra «motín» o «rebelión»,
lanzaba un rayo que fulminaba a los conspiradores.
Entonces, Pirón decidió engañar al tirano. Al hablar con sus amigos, en lugar de
«motín» decía «zapatos», y en vez de «conspirar» decía «fundir», y así fue preparando la
insurrección.
Argitorio nada recelaba al escuchar las conversacíones de sus súbditos y se
preguntaba qué manía les había entrado de repente con tanta zapatería; pero no sabía
que cuando hablaban de «ponerse las botas», significaba «condenar a la hoguera», y que
los «zapatos estrechos» eran su tiranía.
Sin embargo, aquellos a quienes Pirón se dirigía no siempre le entendían, puesto que
no podía comunicar sus planes a no ser que comprendie ran el lenguaje zapateril. Se
esforzaba en hacerse entender como podía, pero, para los más obtusos, tuvo la
imprudencia de telegrafiar la frase «desgarrar la correa de plutonio» en lugar de decir «la
suela de cuero». El tirano se alarmó al oír esas palabras, pues el plutonio es el elemento
que más se aproxima al uranio y el uranio al torio, y en su propio nombre estaba incluida
la palabra «torio»... Mandó en el acto a su guardia blindada a que detuviera a Pirón; le
arrastraron hasta el palacio real y le tiraron sobre el suelo de plomo a los pies del rey.
Pirón nada confesó, pero Argitorio mandó encerrarlo.
Los platinidas, enterados de la detención de Pirón, perdieron toda esperanza de ser
libres. Pero el millón de siglos ya había transcurrido y el ingeniero cosmogónico que había
creado el tercer planeta estaba a punto de regresar a Actinuria, tal y como había
prometido.
Desde el espacio, se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo en el planeta y pensó que
así no podían seguir las cosas. Tomó las radiaciones más pesadas y duras, metió en ellas
su propio cuerpo como si fuera dentro de un capullo de gusano de seda, para recobrarlo a
su regreso, y, disfrazándose de vagabundo, llegó a Actinuria.
Al oscurecer, cuando solamente las cumbres nevadas de los montes lejanos
iluminaban el platinado valle, el ingeniero cosmogónico trató de acercarse a los súbditos
de Argitorio, pero éstos se apartaron de él llenos de espanto, temiendo una explosión de
uranio. En vano iba detrás de unos y otros; todos rehuían de él, y el ingeniero
cosmogónico no alcanzaba a comprender el porqué. Así que anduvo por las colinas,
semejantes a escudos de guerreros, y sus pisadas resonaban como campanas sobre el
durísimo suelo. Llegó al pie del bastión dentro del cual Argitorio tenía encadenado al
pobre Pirón; éste le vio a través de las rejas de su prisión y le pareció que se trataba del
ingeniero cosmogónico, pero bajo la figura de un modesto robot, muy distinto de los
demás platinidas, puesto que no resplandecía en lo más mínimo, por la simple razón de
que su armadura no era de uranio.
Pirón quiso gritar, pero tenía la boca atornillada y solamente pudo hacer saltar una
chispa de su cabeza golpeándosela contra el muro.
Al divisar aquel relámpago, el ingeniero cosmogónico se acercó al bastión y miró por
las rejas de la ventana. Pirón, aunque no podía hablar, hizo sonar unas: cadenas, y así le
explicó la situación al ingeniero cosmogónico.
- Ten paciencia que todo saldrá bien - le aseguró éste.
El ingeniero cosmogónico fue a las montañas más salvajes de Actinuria, donde se pasó
tres días buscando cristales de cadmio, y luego los convirtió en chapa con ayuda de unas
rocas de paladio. Con aquella chapa de cadmio fabricó un montón de orejeras que fue
depositando a su regreso en el umbral de cada casa. Al encontrar aquellas orejeras, los
platinidas, muy asombrados, se las pusieron, pues hacía mucho frío.
Esa misma noche, el ingeniero cosmogónico se deslizó entre las platinidas y con una
varita inflamada trazó con gran rapidez unas líneas de fuego, escribiendo en la oscuridad
las siguientes palabras: «Podéis acercaros unos a otros sin temor, pues el cadmio evitará
la explosión del uranio».
Pero los platinidas pensaron que se trataba de un esbirro del rey y no le creyeron.
Enfurecido al ver que no le hacían caso, el ingeniero cosmogónico fue a las montañas y
recogió mineral de uranio, del que obtuvo un metal plateado, con el cual acuñó unas
monedas resplandecientes, en una de cuyas caras se veía el perfil de Argitorio y en la
otra sus seiscientas manos.
Cargado con sus monedas de uranio, el ingeniero cosmogónico regresó al valle y las
lanzó una tras otra lejos de sí, hasta formar una pila y, al lanzar otra moneda, el aire se
estremeció, surgió un resplandor de la pila de monedas, que se transformó en una esfera
de llamas blancas, y cuando el viento disipó la humareda, sólo se vio un cráter abierto en
la roca.
Acto seguido, el ingeniero cosmogónico, volvió a sacar monedas de su saco y a
lanzarlas, pero esta vez, antes de lanzarla, recubría cada moneda con una hoja de
cadmio, y aunque la pila llegó a ser seis veces mayor que la primera, no pasó nada.
Entonces los platinidas le creyeron y, agrupándose sin miedo, organizaron una conjura
contra el odiado Argitorio. Querían derrocar al monarca, pero no sabían cómo hacerlo,
pues el palacio real estaba rodeado de murallas irradiantes y el puente levadizo estaba
defendido por un verdugo automático, y al que no daba la consigna le cortaba la cabeza.
Casualmente, se acercaba el día de la recaudación correspondiente al nuevo impuesto
que Argitorio acababa de imponer.
El ingeniero cosmogónico repartió sus monedas de uranio entre los súbditos del rey
para que con ellas pagaran el impuesto.
Y así lo hicieron todos.
El rey se alegró al ver la cantidad de monedas que iban a engrosar su tesoro, pero no
sabía que eran de uranio y no de plomo, como las que él mandaba acuñar.
Aquella misma noche, el ingeniero cosmogónico fundió las rejas de la celda de Pirón y
lo liberó de sus cadenas. Cuando en silencio iban por el valle bajo la luz de los montes
radiactivos, de repente, como si el anillo lunar hubiera caído envolviendo el horizonte, se
produjo un tremendo resplandor: la pila de monedas del tesoro del rey había crecido
demasiado, desatando con ello una reacción en cadena. La explosión destrozó el palacio
y el cuerpo metálico de Argitorio y su fuerza fue tal que las seiscientas manos del tirano
volaron al espacio.
En Actinuria reinaba la alegría; Pirón fue elegido rey y gobernó con justicia, mientras
que el ingeniero cosmogónico recobró su cuerpo del capullo irradiante y volvió a su tarea
de encender las estrellas.
Las seiscientas manos plateadas de Argitorio siguen girando alrededor del planeta,
formando anillo similar al de Saturno, iluminándolo todo con su magnífico resplandor, cien
veces más potente que la luz de los montes radiactivos.
(en "Fábulas de robots" 1964)
Stanislaw Lem
(en "Fábulas de robots" 1964)
Stanislaw Lem
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